Sigo cayendo, y creo que llegué al límite de la moderación, llegué al punto en el que, según Nietzsche, se logra amar la tierra más que al propio ser, creo que llegué al punto de odiar un poco el ser, querer ser básica e intuitiva, ser lo que los portugueses llaman "a criança". Hoy temo que la tierra me ponga obstáculos, y ansío tanto el viajar por miedo a éstos mismos.
Mi hombro cicatrizó, al igual que todo mi cuerpo, junto con la serpiente salí viva y más clara, y me puse a pensar, ¡ay dolor que me duele pensar!, necesito soledad, atarme junto al arena, caminar más que nunca, ver mi barrio, dejar mi barrio y contemplar exactamente los mismos colores pero a 500 kilómetros del hogar, y recordar entre los bosques húmedos del sur y con un tinte otoñal, las calles suburbanas donde la adicción es un legado. Corazón, piernas, respondan e invítenme a pasear, por última vez divisaré estas veredas con este par de ojos, me voy al sur a conseguirme unos nuevos, unos más húmedos, unos que tengan ganas de llorar al ver la adversidad, me quiero emocionar, gritar, BAILAR y reír, lo de siempre pero desde el alma.
Desde hace un tiempo me venían intuiciones o algo así como pequeños déjà vu, y vivía con rabia. Mi cuerpo y mi raciocinio, ¡oh par de estúpidos!, no comprendían ni asociaban el poder y nivel de la mente, pero ahora sí, hay algo peculiar en estas calles, cuando camino por ellas siento como si me hablasen, me provocan un efecto psicotrópico inigualable que me transmite esa rugosidad esencial de los adoquines y es como si mi cuerpo entero fuese de adoquines, y mi lengua, y cada poro de mi espalda, y esto es comunicación, la fusión entre la calle y mi propio ser. Y tropiezo, y río, camino.
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